Una memoria de salsa de tomate
Recuerdo que de niño, cuando nadie miraba, abría la nevera y sacaba el frasco de salsa de tomate. Con una cuchara o incluso con el dedo, probaba aquel sabor espeso, ácido y dulzón que para mí era un manjar prohibido. Lo disfrutaba con una intensidad difícil de explicar: era una mezcla de travesura, curiosidad y placer secreto. Hoy, ya adulto, basta una probada directa para que me resulte intragable. Me pregunto entonces: ¿qué cambió? ¿Fui yo, fue el sabor, o fue la forma en que miro las cosas?
Los placeres infantiles como travesura
El cambio del paladar con los años
Con el tiempo, el cuerpo cambia. Lo que antes parecía dulce y agradable ahora resulta empalagoso; lo ácido que nos hacía salivar, ahora da acidez; lo salado que se disfrutaba como un reto, ahora parece excesivo. La biología juega su parte: las papilas gustativas se afinan, el sistema digestivo se vuelve más sensible y el cuerpo pide moderación.
La pérdida de la “chispa prohibida”
De adultos, podemos comprar y comer lo que queramos. Nadie vigila la alacena, nadie nos regaña por acabar el tarro de leche condensada. Y en esa libertad, paradójicamente, se pierde la chispa. Aquellos placeres estaban ligados a la transgresión: saber que no “debías”, pero igual lo hacías. Sin la sombra del “prohibido”, el sabor se desnuda y a veces deja de ser tan atractivo.
La salsa de tomate, que de niño fue para mí un tesoro oculto, hoy me parece imposible de tragar en solitario. No es que la salsa haya cambiado, soy yo quien lo hizo. Crecer significa también transformar el paladar, resignificar los recuerdos y aceptar que algunos placeres pertenecen a otra edad. Quizás el encanto estaba menos en el sabor y más en la aventura de ser niño, en esa capacidad de encontrar felicidad en lo simple, incluso en una cucharada de salsa.