[ÁNALISIS] La Paradoja de los Influencers Anti-Sistema: Reflexiones sobre la Demonización Semántica del Orden Social
En la era de las redes sociales, donde los algoritmos amplifican el contenido según nuestras interacciones, no es raro toparse con videos y publicaciones que critican "el sistema". Este término, utilizado a menudo con un tono peyorativo, se presenta como una entidad casi mítica, un ente opresivo que controla nuestras vidas y perpetúa desigualdades. Como profesor de lengua española, con un interés particular en la semiótica y la lingüística, me resulta fascinante y, a la vez, risible cómo una palabra que denota orden y estructura —"sistema"— se ha transformado en un símbolo de todo lo que supuestamente está mal en el mundo.
La palabra "sistema" se ha convertido en un significante casi maldito en ciertos círculos discursivos, cuando etimológicamente proviene del griego systema, que simplemente significa "conjunto organizado de elementos interrelacionados".
El significado de "sistema" y su transformación semántica
En su raíz etimológica, "sistema" proviene del griego sýstēma, que significa "conjunto organizado" o "composición". Un sistema es, por definición, una estructura compleja de elementos interconectados que operan con un propósito específico. Desde los sistemas biológicos hasta los sistemas políticos o económicos, todos comparten esta característica de orden funcional. Sin embargo, en el discurso contemporáneo, especialmente en las plataformas digitales, "el sistema" ha adquirido una connotación negativa, casi demoníaca. Se le atribuye una voluntad propia, como si fuera un ente consciente que conspira para oprimir a las masas.
Este fenómeno es un ejemplo clásico de resignificación semántica. La palabra, que originalmente implica neutralidad y organización, se carga de un valor emocional que la convierte en sinónimo de control, opresión y desigualdad. En videos y publicaciones que circulan en redes, "el sistema" suele asociarse al capitalismo, al establishment político o a estructuras de poder globales. Quienes lo critican lo presentan como una fuerza monolítica, pero rara vez definen con precisión qué es o cómo funciona. Esta vaguedad permite que el término sea un comodín retórico: cada quien puede proyectar en él sus frustraciones, desde la desigualdad económica hasta la sensación de alienación personal.
Desde mi perspectiva semiótica, lo que observo es un proceso de vaciamiento conceptual donde "sistema" funciona más como un significante emotivo que como un descriptor analítico. Los creadores de contenido que menciono emplean la palabra como un fetiche lingüístico: evocan rechazo automático sin necesidad de especificar qué aspectos concretos del orden social critican.
Sin embargo, en la retórica popular actual, "El Sistema" ha sido vaciado de su significado neutro para convertirse en un contenedor semántico. Dentro de él se arroja, sin distinción, al capitalismo, a la democracia liberal, al sistema educativo, a las normas sociales, a la jornada laboral de 9 a 5 y, en general, a cualquier estructura que exija un grado de conformidad o esfuerzo. "El Sistema" se convierte en un ente monolítico y consciente, un titiritero perverso que nos manipula desde las sombras.
Pero rara vez se define qué se critica exactamente:
- ¿El sistema económico?
- ¿El político?
- ¿El cultural?
- ¿El pensamiento?
La vaguedad permite que cualquier frustración personal o social se proyecte sobre un enemigo abstracto, sin necesidad de analizar causas o soluciones concretas. Esta indefinición no es accidental; es funcionalmente útil para quienes la emplean, ya que:
- Evita la complejidad del análisis específico
- Maximiza la identificación del público (cada quien puede proyectar sus propias frustraciones)
- Elude la responsabilidad de proponer alternativas viables
Este fenómeno revela cómo ciertos términos políticos pueden transformarse en símbolos vacíos que funcionan más por su carga emocional que por su precisión conceptual, creando un discurso que se alimenta de la indignación pero que paradójicamente obstaculiza el entendimiento crítico de las estructuras sociales que pretende cuestionar.
Esta demonización me revela una contradicción fundamental: toda crítica al "sistema" inevitablemente propone otro sistema. Los movimientos antisistema más radicales, desde las comunas hippies hasta las propuestas anarquistas, terminan creando sus propias estructuras organizativas, jerarquías informales y códigos de funcionamiento. La diferencia no está en la ausencia de sistema, sino en qué tipo de sistema se prefiere.
La ridiculización de lo establecido
La crítica al "sistema" a menudo va acompañada de un tono de superioridad moral o intelectual, como si quienes lo denuncian hubieran descifrado un código secreto que el resto de la sociedad ignora. Estos contenidos suelen apelar a la idea de "despertar" o "liberarse", utilizando un lenguaje que mezcla la indignación con la promesa de una verdad revelada. Sin embargo, lo que encuentro particularmente risible es la contradicción inherente a estas críticas: al demonizar el concepto de sistema, se pasa por alto que cualquier alternativa propuesta —sea una comunidad autosuficiente, una economía basada en el trueque o una sociedad sin jerarquías— también constituye un sistema. La idea de vivir sin estructuras organizadas es, en esencia, una utopía imposible.
Por ejemplo, el capitalismo, tan vilipendiado en estos discursos, es un sistema económico que, con todas sus fallas, ha demostrado una resiliencia notable durante más de un siglo. Ha generado riqueza, innovaciónestadios tecnológicos y un nivel de vida sin precedentes para millones de personas, aunque no sin costos sociales y ambientales. Sin embargo, en lugar de ofrecer un análisis matizado de sus virtudes y defectos, muchos críticos lo reducen a un estereotipo de codicia y explotación. Esta simplificación ignora que los sistemas, por su naturaleza, son perfectibles, no inherentemente malévolos. La ridiculización del capitalismo como "el sistema" desestima los avances que ha permitido, al mismo tiempo que evade la complejidad de construir alternativas viables.
Me resulta paradójico que las críticas más virulentas al sistema capitalista circulen precisamente a través de las plataformas tecnológicas que ese mismo sistema ha creado. YouTube, TikTok, Instagram: todas son manifestaciones sofisticadas del capitalismo digital. Los influencers antisistema construyen marcas personales, monetizan su contenido y compiten por la atención en un mercado de ideas que opera bajo lógicas completamente capitalistas.
Esta contradicción no invalida necesariamente sus críticas, pero sí me evidencia la imposibilidad práctica de escapar completamente de los marcos sistémicos existentes. Incluso la resistencia se articula sistémicamente.
La paradoja de la antisistemicidad
Lo que me resulta más irónico es que quienes rechazan "el sistema" suelen proponer, consciente o inconscientemente, otros sistemas como solución. Una sociedad igualitaria, por ejemplo, requeriría estructuras organizativas, normas y mecanismos de coordinación —en otras palabras, un sistema. Incluso los movimientos que abogan por la libertad absoluta o la anarquía dependen de acuerdos colectivos y estructuras implícitas para funcionar. La idea de escapar por completo de los sistemas es una fantasía, porque la vida en sociedad es intrínsecamente sistémica. Como humanos, organizamos nuestras interacciones, recursos y valores en estructuras que nos permitan coexistir y prosperar.
Esta simplificación es, intelectualmente, perezosa, pero psicológicamente muy atractiva. Es mucho más fácil culpar a un enemigo abstracto y externo de nuestras insatisfacciones que enfrentar la compleja red de factores —incluidas nuestras propias decisiones, capacidades y circunstancias— que moldean nuestra realidad. Luchar contra "El Sistema" otorga un falso sentido de agencia y una superioridad moral instantánea: uno es el "despierto", el rebelde que ha visto la verdad, mientras los demás son parte del rebaño.
Esta paradoja pone en evidencia una falta de autocrítica en muchos de estos discursos. Al demonizar el concepto de sistema, se ignora que el problema no radica en la existencia de sistemas, sino en cómo se diseñan y quiénes se benefician de ellos. En lugar de abogar por la destrucción del sistema, sería más productivo proponer reformas o sistemas alternativos que equilibren mejor las necesidades humanas con las limitaciones del mundo real. Sin embargo, la retórica antisistémica tiende a ser más emocional que práctica, apelando a la indignación en lugar de a la razón.
Sistemas que Funcionan: La Evidencia Empírica
Cuando se afirma que hay “cosas que han funcionado durante más de un siglo”, conviene ser preciso. El capitalismo moderno—con todas sus variantes y regulaciones—ha coincidido históricamente con:
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La mayor reducción de la pobreza extrema registrada
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Avances médicos que han duplicado la esperanza de vida global
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Niveles de alfabetización sin precedentes
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Innovaciones tecnológicas que han democratizado el acceso a la información
Este mismo Sistema tan denostado ha sacado a más personas de la pobreza extrema que cualquier otro en la historia de la humanidad, ha financiado revoluciones científicas y tecnológicas que hoy nos mantienen conectados y ha creado (aunque de forma incompleta) marcos legales para la defensa de los derechos humanos. Ridiculizarlo en su totalidad, sin reconocer sus logros, es un acto de ingratitud histórica y de alarmante miopía. Reconocer evidencia empírica no implica afirmar que sea perfecto ni incuestionable, pero sí obliga a matizar el discurso.
La Necesidad Antropológica del Orden
Desde mi comprensión antropológica, los sistemas no son imposiciones externas sino necesidades humanas fundamentales. Claude Lévi-Strauss demostró que incluso las sociedades más "primitivas" operan con sistemas complejos de parentesco, intercambio y significación. La organización sistémica es condición de posibilidad para la vida social humana.
Los intentos de crear sociedades "sin sistema" históricamente han derivado en caos, autoritarismo o la rápida emergencia de nuevos órdenes sistémicos. La Revolución Cultural china o los experimentos comunales de los años 60 ilustran cómo la destrucción de sistemas establecidos raramente conduce a la libertad prometida.
Es por esto que la rebelión contra "El Sistema" no es una búsqueda de la anarquía o la ausencia de estructura. Es, en el fondo, una campaña de marketing para reclutar adeptos a un sistema competidor. No buscan liberarte de las estructuras; buscan que adoptes la suya.
El papel de las redes sociales en la amplificación del discurso
Gran parte de este discurso antisistema no es más que postureo adolescente —o adulto— disfrazado de profundidad. Hay un fetichismo en sentirse "iluminado" por encima de los "borregos del sistema", pero sin asumir la carga de pensar alternativas realistas.
La asimetría es evidente:
- Es fácil viralizar un video quejándose del capitalismo; es difícil diseñar un modelo económico que genere riqueza sin desigualdad
- Es sencillo burlarse de la democracia liberal; es complejo crear un sistema político más justo que no derive en autoritarismo
Aquí entra la dimensión lingüística: al demonizar la palabra "sistema", se manipula la percepción. Se convierte en un significante flotante que puede significar cualquier cosa (gobierno, bancos, medios, "los de arriba"), pero que, al no definirse, evade cualquier refutación racional.
Es lo que Umberto Eco llamaría "uso mágico del lenguaje": transformar una palabra en un talismán de rebeldía vacía. Esto no significa que considere el sistema actual perfecto o que no requiera reformas sustanciales. Significa que la demonización total ignora evidencia empírica considerable sobre resultados positivos medibles y verificables. La crítica constructiva requiere reconocer tanto los logros como las deficiencias, no la negación wholesale de realidades históricas documentadas.
Es en ese sentido, que las redes sociales juegan un papel crucial en la proliferación de esta narrativa antisistémica. Los algoritmos premian el contenido emocionalmente cargado, lo que hace que los videos y publicaciones que critican "el sistema" se viralicen con facilidad. Al dar like o compartir este tipo de contenido, los usuarios son inundados con más de lo mismo, creando una cámara de eco que refuerza la idea de que el sistema es el enemigo. Este ciclo no solo simplifica problemas complejos, sino que también polariza el debate, dejando poco espacio para la reflexión matizada.
Como profesor de lengua, me interesa cómo el lenguaje moldea nuestra percepción de la realidad. La repetición constante de "el sistema" como un término peyorativo no solo distorsiona su significado original, sino que también dificulta el diálogo constructivo. En lugar de analizar los componentes específicos de un sistema —sus políticas, instituciones o prácticas—, el término se convierte en un cajón de sastre que engloba todo lo que el crítico desaprueba. Esto no solo es intelectualmente perezoso, sino que también limita la capacidad de encontrar soluciones reales.
En lugar de demonizar o idealizar "el sistema", considero que resultaría más productivo:
- Especificar: ¿Qué aspectos concretos del orden actual requieren reforma?
- Comparar: ¿Qué alternativas sistémicas ofrecen mejores resultados empíricos?
- Experimentar: ¿Cómo pueden probarse reformas graduales antes que revoluciones totales?
Creo que la madurez intelectual consiste en reconocer que toda sociedad requiere sistemas de organización, y que la pregunta relevante no es si tener sistemas, sino cuáles sistemas maximizan el florecimiento humano.
¿Por qué funciona este discurso?
Responde a frustraciones reales: Muchas personas sufren las fallas del capitalismo tardío o la corrupción política, y el relato antisistema canaliza ese enojo hacia un enemigo difuso pero omnipresente.
Proporciona pertenencia: Sentirse parte de una "resistencia" es psicológicamente seductor, aunque no se sepa contra qué se resiste exactamente. La identidad del "despierto" versus los "dormidos" ofrece superioridad moral sin esfuerzo intelectual.
Es económicamente rentable: Los algoritmos de redes sociales premian la polarización y la indignación. Un video que proclame "el sistema te quiere pobre" genera exponencialmente más engagement que uno explicando meticulosamente cómo funciona el PIB o las políticas monetarias.
Más Allá del Pensamiento Binario
Mi intuición como lingüista me dice que la demonización de la palabra "sistema" refleja pobreza conceptual. Un análisis riguroso requiere que abandonemos el pensamiento binario (sistema vs. libertad) y abracemos la complejidad. Los sistemas pueden ser más o menos justos, eficientes, democráticos o sostenibles, pero la alternativa al sistema no es la ausencia de sistema sino sistemas diferentes.
Considero que el verdadero despertar de conciencia no consiste en rechazar toda forma de organización social, sino en desarrollar capacidad crítica para evaluar y mejorar los sistemas existentes. Esa es una labor mucho más exigente intelectualmente que la mera demonización, pero infinitamente más constructiva.
No pretendo sugerir que los sistemas actuales sean perfectos. El capitalismo, la democracia representativa y otras estructuras dominantes tienen defectos evidentes: desigualdad, corrupción, ineficiencias. Pero la solución no está en demonizar la idea de sistema, sino en entender que los sistemas son herramientas humanas, diseñadas y operadas por personas falibles. En lugar de ridiculizar lo que ha funcionado durante más de un siglo, podríamos enfocarnos en mejorarlo. Esto requiere un enfoque crítico, pero también pragmático, que reconozca tanto los logros como los fracasos de los sistemas existentes.
En última instancia, la demonización del "sistema" refleja una frustración legítima con las desigualdades y limitaciones del mundo actual. Sin embargo, al reducir problemas complejos a un solo término cargado de emoción, corremos el riesgo de caer en la trampa de la simplificación. Como sociedad, necesitamos sistemas —estructuras organizadas que nos permitan coordinarnos y prosperar—. La cuestión no es si debemos tener sistemas, sino qué tipo de sistemas queremos y cómo podemos hacerlos más justos y efectivos.