Hay una tendencia frecuente en ciertos discursos críticos: culpar a la propaganda o al marketing de todos los males del consumo masivo. Se dice que si la gente bebe gaseosas, come chocolate o toma café es únicamente porque fue víctima de campañas agresivas que manipularon su voluntad. Pero, ¿es tan simple?
La verdad es que el marketing no puede sostener algo que la gente no disfruta. Coca-Cola no lleva más de un siglo en la cima solo por jingles navideños; lo hace porque su sabor conecta con millones de paladares. El café no se convirtió en ritual matutino únicamente gracias a anuncios aspiracionales; su efecto estimulante y su sabor lo hacen indispensable. El chocolate tampoco necesita mucha persuasión para conquistar: su dulzura y la liberación de compuestos que generan placer ya lo hacen irresistible.
En otras palabras: la publicidad amplifica, pero no inventa de la nada.
El rol del marketing
El marketing cumple la función de organizar significados y emociones alrededor de un producto. Nos recuerda que el café es sinónimo de pausa, que una chocolatina puede ser un detalle de afecto, que una gaseosa simboliza compartir. Es un trabajo de narración cultural más que de hipnosis masiva.
¿Que hay campañas manipuladoras o agresivas? Sin duda. Pero confundir ese exceso con el rol esencial del marketing es tan ingenuo como creer que un buen eslogan puede hacer que compremos algo que no nos gusta ni necesitamos.
La ignorancia del reduccionismo
Pretender que todo consumo masivo es puro truco publicitario es ignorar las dinámicas culturales, biológicas y sociales que sostienen la relación de la gente con esos productos. El marketing puede acelerar una adopción, darle identidad y reforzar asociaciones, pero lo que realmente mantiene viva la costumbre es el valor real que el producto aporta a la experiencia del consumidor.
En conclusión: más que satanizar la publicidad, conviene reconocer la interacción entre atractivo intrínseco del producto y estrategia de comunicación. El primero despierta el gusto; la segunda lo amplifica y lo convierte en cultura compartida.