Durante mucho tiempo organicé mis secuencias didácticas con la ilusión de que los estudiantes llegarían al aula dispuestos a crear, a escribir, a producir. En el segundo ciclo de secundaria —según los enfoques del Ministerio de Educación—, el énfasis suele estar puesto en la producción de textos: se asume que el estudiante, ya con las herramientas lingüísticas y gramaticales básicas, está listo para producir con autonomía y sentido crítico.
En teoría, tiene toda la lógica. Pero en la práctica… la realidad es otra.
De los planes ideales a la realidad del aula
Yo también, como muchos colegas, comencé con planes muy bonitos. Imaginaba clases en las que los jóvenes debatirían ideas, reinterpretarían textos y cerrarían la unidad con una producción literaria o argumentativa de alto nivel.
Pero el tiempo, la experiencia y la observación de mis propios estudiantes me enseñaron que no basta con planificar bien: hay que entender la lógica del estudiante actual. Muchos de ellos —especialmente en el sistema público— no ven la nota como una meta de superación, sino como una barrera mínima que solo necesitan traspasar.
Y es ahí donde aparece un fenómeno curioso: la estrategia del 70.
Nota: El 70 como nota mínima aprobatoria es un estándar adoptado en varios sistemas educativos de América Latina y Estados Unidos, especialmente en educación secundaria. En la escala de 0 a 100, este umbral marca la línea entre aprobar y reprobar, una convención que ha moldeado la psicología estudiantil durante décadas.
No es nuevo, pero hoy se ve con claridad. Muchos jóvenes calculan, casi con precisión matemática, el mínimo esfuerzo necesario para "pasar". No buscan aprender más, ni sobresalir, ni explorar. Simplemente cumplir.
La secuencia del Ministerio (Minerd): ocho actividades, un solo producto final
Las nuevas secuencias didácticas del Ministerio- aunque no han estado exentas de controversias- a grosso modo, están muy bien estructuradas: plantean un proceso de cuatro semanas con ocho actividades que conducen a un producto final.
Por ejemplo, en la secuencia de la unidad tematica curricular de la Poesía Satírica de 5° grado, los estudiantes tienen que realizar actividades de comprensión oral y escrita, análisis literario, producción de una carta réplica, escritura de poemas satíricos, práctica de declamación y, finalmente, participación en un slam de poesía. Es un proceso rico, progresivo y completo.
Sin embargo, hay algo que me hizo reflexionar: si todas las semanas hay trabajo, participación, análisis, redacción y corrección, ¿es justo que solo el producto final tenga el peso mayor? La propia secuencia del MINERD reconoce producciones intermedias valiosas —como la carta réplica al poema de Alix, el cuadro comparativo de análisis literario o los borradores de poemas—, pero en la práctica, muchos docentes concentramos la mayor ponderación en el slam final o en la producción escrita del poema.
Después de observar cómo mis estudiantes abordaban las clases, comprendí que si la nota fuerte está solo en la producción final, muchos descuidan el proceso. Se "guardan las fuerzas" para el final, o peor aún, no llegan a ese punto con la preparación necesaria.
Mi ajuste: cuando cada paso cuenta
Por eso decidí replantear mi ponderación.
Ahora, mis evaluaciones se distribuyen así:
- 30 puntos para las producciones y actividades en aula (todo lo que se hace semana a semana).
- 30 puntos para la carta réplica al poema o texto analizado.
- 40 puntos para la producción original final, la creación propia que cierra la unidad.
Así llegamos a un total de 100 puntos, donde todo importa.
De esta forma, si un estudiante no participa en clase o no entrega la carta, no podrá aprobar solo con la producción final.
Lo hago no por rigidez, sino porque quiero que entiendan que cada día cuenta. Si un alumno obtiene 40 puntos por una excelente producción final, pero descuida las otras partes, no alcanza el mínimo. Y ese es el mensaje: no se puede llegar al resultado sin recorrer el camino.
El riesgo asumido: la apuesta por el proceso
Como toda decisión educativa, esta también tiene su riesgo.
El riesgo positivo es que, al menos, los estudiantes comiencen a valorar más cada actividad, a darle sentido al proceso completo y no solo al resultado. Que comprendan que en lengua, en literatura y en comprensión lectora, todo está conectado, y que la clase no es una formalidad, sino un espacio donde cada minuto importa.
Pero también está el otro riesgo: el de la resistencia.
Hay estudiantes que interpretan la evaluación continua como una amenaza. Algunos, creyendo que "nadie se queda" o que "el profesor siempre pasa", se confían en la estructura flexible del sistema: cuatro periodos, cuatro recuperaciones, completivo, extraordinario, examen especial… tantas oportunidades que muchos creen que al final siempre habrá una salida.
Yo lo sé. Y aun así, asumo el riesgo.
Porque cuando el estudiante vea que su P1 fue un 55 por no cumplir con las actividades o por no alcanzar el nivel que se le pidió, entenderá que hablo en serio. No se trata de ser duro por capricho, sino de ser coherente con lo que enseño: que el esfuerzo y la disciplina también se evalúan.
Tal vez algunos se incomoden al principio, pero prefiero eso a alimentar la idea de que "todo da igual". La disciplina también se enseña con ejemplos concretos, con consecuencias reales y con mensajes firmes.
Más que evaluación: formación del carácter
En realidad, este método es más una filosofía que un cálculo de puntos. Es mi manera de sacarlos de la zona de confort. De enseñarles, a través de la evaluación, que la vida —como la escritura— se construye paso a paso.
No se trata de premiar el talento repentino ni la inspiración de último momento, sino la constancia, la disciplina, el compromiso. Porque cuando van al aula, no van a "cumplir", van a formarse.
Y si como docentes queremos que la escuela vuelva a tener sentido, debemos recordar que enseñar también es poner límites con propósito: no límites que encierran, sino que orientan.
Cierro con una convicción
No he abandonado mis sueños ni mis planes "bonitos". Solo los he vuelto más reales, más humanos, más acordes a lo que veo cada día en mis estudiantes.
Mi evaluación ya no es solo un número: es un recordatorio constante de que todo lo que se hace en el aula deja huella, y que el esfuerzo sostenido vale tanto como el talento.
Porque enseñar también es creer —aun en medio del conformismo— que podemos formar jóvenes que quieran dar más que un 70.
Y aunque cuando llego al aula tal vez algunos digan "ahí viene el profesor otra vez", no me importa.
Porque si salí de mi casa, fue para que cada clase valga la pena.